Cuando leí los primeros párrafos del relato de David, El destino de Mariesan, para presentarlo en el curso de escritura creativa de Shía Arbulú, se me ocurrió la idea de relacionar mi relato con el suyo. A David le pareció bien, así que ambos nos pusimos a escribir en silencio en nuestros ordenadores y dejamos que nuestra imaginación volara.
Era una tarde de invierno y la música sonaba suave, de fondo. En un principio había decidido narrar una escena de acción, pero ese día tenía un ánimo reflexivo, trascendental. Y lo que se fraguó en mi mente fue algo muy distinto… mágico, y musical.
Espero que os guste y vibréis con esta melodía, como lo hice yo aquella tarde. Un abrazo.
Mónica Cueto.
El sol ardía en el vasto horionte como la llama más ardiente del fuego de un herrero. Pintaba las nubes de un vivo color anaranjado, y teñía las altas hierbas de las montañas como si fueran un lienzo que pareciera no tener fin. La brisa soplaba fresca, danzando entre los negros cabellos de Joram, ajena a sus sombríos pensamientos. Llegados a este punto, y a pesar de tener tan sólo veinte años, el muchacho ya no albergaba atisbo alguno de esperanza; unas cuerdas ásperas ataban sus muñecas produciéndole rozaduras en su fina y pálida piel.
Era alto, bien parecido. Sus ropas bien podrían haber sido las de un joven adinerado, aunque estaban sucias y ajadas por los dos meses de cautiverio; en alguna ocasión habían sido de un color verde vibrante, tal vez bonito. Ahora habían adquirido el tono de la tierra enmohecida. Además, estaba descalzo. Con los pies tan sucios como la inmundicia que cubría el suelo en el que se hallaba.
El carromato se había puesto de nuevo en movimiento, balanceándose a trompicones mientras avanzaba con lentitud sobre el suelo de piedra. Joram iba sentado con los pies colgando por entre los barrotes de hierro, mirando pasar el paisaje, distante respecto a los otros hombres que lo acompañaban. Estos estaban muy ocupados engullendo su comida. Aunque en una ocasión él mismo había peleado por proteger la misma bazofia, hoy, sin embargo, había rechazado probar bocado, sumido en la autocompasión.
Se giró hacia el interior. El último hombre que se había unido a ellos lo miraba desde el fondo, con ojos sagaces e inteligentes. Joram no sabía su nombre. Tenía la piel bronceada y una barba negra trenzada en su punta. Aunque estaba casi tan sucio y maltrecho como el resto, lucía sus andrajos como un noble su camisa de chorreras.
Con una sonrisa en los labios, sacó de un bolsillo un trozo de madera con pequeños agujeros a todo lo largo. Parecía una flauta. Era negra, tal vez de madera de abedul. El hombre la sostenía con reverencia.
─Eh ─susurró moviéndose un poco hacia él. Su voz era suave como la seda, sin ningún acento que pudiera reconocer─. Deberías comer algo. No es gran cosa lo que nos dan, pero te ayuda a mantenerte en pie.
Joram se volvió de nuevo hacia el paisaje, sintiendo un brote de indignación. ¿Pero quién se creía que era? Apenas llevaba dos días en el carromato y se atrevía a darle consejos. ¿Es que acaso no se había enterado de a dónde iban? Antes de que acabara el día estarían todos muertos. Estúpido loco.
─No eres como los demás. ─Los astutos ojos del hombre parecieron desnudarlo con la mirada, de arriba abajo─. Tu piel es delicada, no pareces un hombre de campo. Te mantienes apartado de los otros, como si no quisieras contagiarte de su mediocridad, y aunque eres delgado como un junco, también pareces fuerte.
Joram lo observó y le contestó con amargura en su voz:
─Y a pesar de ello nos dirigimos todos al mismo sitio ─dijo. Y añadió, señalando con un gesto de cabeza la flauta─. ¿Cómo es que te han permitido conservarla? Más vale que la guardes, si no quieres que te la quiten.
El hombre se llevó una mano a la frente y se apartó el flequillo para enseñarle su piel lisa y desnuda.
Aquello le causó un gran asombro. No había ninguna marca de esclavo en ella, al contrario que en la suya propia. Joram aún podía sentir el escozor de la quemadura que le había producido el hierro candente al ser marcado hacía ya unos meses. Su frente estaba roja, escamada y dolorida. Hacía días que había dejado de intentar cubrirla con su espeso flequillo, cuando había perdido la fe en volver a ser libre.
─No eres un esclavo. ¿Qué estás haciendo aquí? ─le preguntó, casi escupiéndole las palabras. Los otros dos hombres lo miraron cuando lo escucharon hablar, atendiendo a la conversación; andrajosos, sucios y desesperanzados, no tenían otra cosa que hacer. También tenían las marcas de la esclavitud en su frente.
─Estoy sentado. Igual que tú. A veces me gusta tocar la flauta.
─Me refiero a ¿por qué estás aquí?
─Mmm… ¿Por qué estamos todos aquí? ─repitió el hombre, echándose hacia atrás y apoyándose de espaldas al carromato─ . Esa es una buena pregunta, muchacho. Algo profunda para entablar conversación, sobre todo si no has comido antes.
─Me estás tomando el pelo.
─Oh, no. De ninguna manera. Sólo me gusta avivar la mente de los hombres ─respondió. Y añadió apuntándolo con la flauta─, y tú pareces estar un tanto aletargado. ─Joram frunció el ceño. Lo último que deseaba era escuchar las palabras de un hombre riéndose de él, fuera este esclavo o no. El destino ya se había burlado lo suficiente─. Soy un trovador ─continuó el otro─. Cuento historias mientras toco la flauta. Ahora mismo tú pareces necesitar una de mis historias.
La carreta dio un bandazo y los hombres se desequilibraron. Joram apoyó su peso en un brazo y miró hacia afuera. Habían dejado el inmenso prado atrás y bajado una empinada pendiente de piedra y roca dura. Los rayos del sol se ocultaron tras los negros muros que se abrían a su alrededor, sumiéndolos en las penumbras. El abismo se cerró sobre la carreta como el puño de una mano, sus dedos ahogando por completo la luz de la mañana.
El trovador sin nombre se llevó la flauta a los labios y empezó a tocar.
Las primeras notas sonaron con un tono melancólico, como el llanto de una madre que añorara a su hijo. Y Joram sintió al oírlas como si todo el peso del abismo le aplastara el corazón.
─Esta es la historia de la princesa Sarena, de cabellos tan oscuros como la noche ─dijo, dejando las primeras notas colgadas en el aire─, que huyó de su palacio y de su padre, el rey. Este intentaba casarla en contra de su voluntad, sin importarle ni los deseos ni la libertad de su hija; ella era tan sólo un objeto más con el que podía mejorar su posición social.
Volvió a llevarse la flauta a los labios. Las notas se tornaron rápidas, más agudas e incisivas que las anteriores. Cada una de ellas tropezaba con la siguiente, como si quisieran adelantarse unas a otras en una carrera. Eran claras, nítidas y maravillosas. Ascendían y descendían por la escala musical formando ondas, como las olas en el mar.
Joram sintió un vuelco en su interior. Las notas pulsaban su alma como si fueran los latidos de su propio corazón. La melodía era muy potente, se agarraba a él como la suciedad misma se agarraba a su carne. Cuando el trovador dejó de tocar, las notas continuaron resonando en el aire, rebotando su eco sobre las rocas del abismo. Cuando habló, el sonido de la flauta acompañaba sus palabras.
─La princesa cambió de nombre para ocultarse de su padre. Se casó con un buen hombre y tuvo un hijo, de ojos grandes y cabello castaño claro. Era inmensamente feliz. Pero el rey era un hombre poderoso, codicioso. Un hombre que comandaba miles de hombres. Un hombre que perseguía lo que quería hasta sus últimas consecuencias y que no se dejaba intimidar con facilidad.
Justo cuando los ecos de la flauta comenzaban a apagarse, el trovador empezó a tocar de nuevo, recogiendo el ritmo de las notas como un cuenco vacío recogía el agua de un río. Fue como si no hubiera habido una pausa en la melodía, como si nunca hubiera dejado de tocar.
Las notas se hicieron suaves y Joram se inclinó hacia adelante. ¿Era humo lo que salía del extremo de la flauta? Tenue, casi translúcido, giró en el aire haciéndose visible y formando figuras que contrastaban sobre la oscuridad de la roca. Joram creyó ver en el humo el rostro de una bella mujer, de altos pómulos y largos cabellos oscuros. No se encontraba verdaderamente allí, tan sólo en su imaginación. La canción estimulaba su mente haciéndole tener visiones.
─El rey Theod la buscó durante doce años. Nueve de sus guerreros la encontraron por fin en una cabaña aislada, cerca de un pueblo. Cuando quisieron llevarla de vuelta ante su padre, la princesa les sorprendió presentándoles batalla. Enarboló su espada mágica y, uno a uno, los abatió a todos con tanta facilidad como el que unta mantequilla en una rebanada de pan.
El trovador se llevó la flauta a los labios y el humo a su alrededor se hizo más denso, las notas más graves, cayendo en picado. ¿Desde cuándo la imaginación de Joram era tan nítida y precisa? Casi podía ver el filo de la espada danzando en su baile mortal, haciendo retroceder a los hombres del rey bajo un frenesí inhumano.
Joram lo vio todo en su mente con suma claridad. ¿Cómo era posible que aquella mujer hubiera hecho lo que hizo? ¿Cómo había conseguido salvar su vida y la de su familia? Segundos después, las notas se hicieron más lentas y sus ecos se difuminaron.
─Ese día, contra todo pronóstico, una sola mujer se alzó contra lo imposible y venció, salvando a su familia y a sí misma de la muerte. No se dejó amilanar por el miedo, ni la desesperanza. No huyó presa del pánico. Tomó la decisión más difícil: Luchar, para seguir viviendo.
La música se volvió lastimera y Joram se estremeció.
Dolía escuchar esas notas. Oía su propia alma pulsante en ellas. Era consciente de su propia debilidad, su propia esperanza escurrida entre sus dedos tantos días atrás. No tenía miedo, eso no. Pero había perdido el deseo de luchar. Se había resignado al destino que le aguardaba. El ritmo de las notas eran el ritmo de su propio corazón: un latido lento, pausado, doloroso en extremo.
¿Eso que corría por sus mejillas eran lágrimas? Ardían sobre su piel abrasándolo con más ardor que la marca de esclavo lo hacía sobre su frente.
Dolía respirar. Dolía seguir vivo.
─ ¿Qué me dices, Joram, hijo de Berem? ¿Qué piensas hacer? ─El eco de la flauta volvía a desvanecerse, llevándose el humo y las figuras danzantes con él. Una última estrofa rescató entonces la melodía y esta se volvió solemne, firme, casi perentoria. Joram levantó sus ojos negros y nublados por las lágrimas hacia al trovador, que lo miraba con tremenda intensidad mientras despegaba la flauta de sus labios. ¿Qué estaba haciendo ese desconocido con él? Esa música que jugaba y se enredaba en su alma, las imágenes de humo… Era todo parte sólo de su imaginación, ¿verdad?
El trovador ya no tocaba, guardaba silencio. Las últimas notas sostenían aún sus ecos en el aire.
─ ¿Vas a rendirte, como parece, o piensas luchar como hizo la princesa Sarena?
Joram se echó hacia atrás y se pasó una mano manchada por la cara, retirándose los restos de las lágrimas. El tono del hombre había sido tan insidioso como las propias notas de su flauta. Había dicho su nombre y el de su padre. ¿Cómo demonios podía saber quién era él, si ni siquiera él mismo podía sacar un parecido con el hombre que había sido tan sólo hacía unos días?
─No eres un simple trovador, ¿verdad? ─consiguió pronunciar, con la voz ronca y cascada.
─Depende de cómo lo veas ─dijo este llanamente─. Cuento las historias que necesitan ser contadas y recordadas por los hombres.
─¿Es cierta esta historia?
─Algunas personas dirían que sí.
─Entonces, dime: ¿Cómo pudo una sola mujer vencer a nueve hombres bien armados?
─Esa, no es la pregunta.
Joram se echó a reír y casi se asustó. No había escuchado el sonido de su risa desde hacía mucho tiempo y le pareció extraño, como si le perteneciera a otro.
─ ¿Cómo consiguió sobrevivir? ─la reformuló.
El trovador le devolvió una sonrisa.
─Como lo hacemos todos, Joram. Tomando la firme decisión de hacerlo.
─Tu flauta… ¿cómo hacías ese humo al tocar?
─No hice nada en particular. Es una flauta corriente.
─Pero yo vi…
─Lo que viste te pertenece sólo a ti. Una historia no vive hasta que es imaginada en la mente de alguien.
─ ¿Y qué significado tiene esa historia, entonces?
─Significa lo que tú necesites que signifique ─dijo el trovador─. Mi propósito no es decirte qué pensar, sino hacer que reflexiones sobre cosas que a menudo olvidamos.
Joram meditó unos instantes antes de hablar.
─Significa que hay que luchar a pesar de que no consigas ver una salida. Quizás el destino puede sorprenderte y salir todo mejor de lo que esperas. ¿Es eso?
─Es una forma de verlo. Bastante acertada. ¿Qué piensas hacer tú, Joram? ─insistió el trovador─. ¿Vas a luchar por tu propia vida?
Otra roca desestabilizó la carreta y la hizo ladearse. La luz anaranjada del sol volvió a golpearle en la cara con fuerza, cegándole los ojos. Los hombres alzaron los brazos para protegerse de la repentina luz. El abismo a su alrededor terminó y frente a ellos, los grandes portones de madera de la ciudad amurallada se abrieron para dejar paso a los prisioneros.
─Ya está bien de tanta charla ahí atrás, princesas. ─La voz del conductor tronó desde la parte delantera, mientras que con una mano golpeaba la carreta─. Preparad vuestros cuellos y rezad vuestras últimas plegarias. Antes de que vuestras madres recuerden que os han parido, estaréis en el infierno.
La carreta paró y el carcelero los hizo salir uno a uno y a empujones. Uno de los hombres cayó al suelo y este le dio una fuerte patada, sin miramientos. El hombre gimió y se encogió sobre sí mismo. Joram se estremeció, como si aquella patada la hubieran dirigido contra su propio estómago. Caminaron custodiados por una fila de hombres armados, cubiertos por petos de cuero, que los esperaban erguidos en formación. Un escriba apostado a la derecha y vestido con una túnica rojo sangre que le llegaba hasta el suelo, se adelantó y se dirigió al carcelero en voz alta:
─Theros, Floid, Joram… ─comenzó a enumerarlos, leyendo los nombres de su cuaderno con voz monótona. De repente alzó la cabeza y añadió para sorpresa de Joram─. Bien, adelante con estos tres.
El carcelero era un tipo bajo y lleno de marcas de viruela en la cara. Se encogió de hombros y los hizo andar. Joram parpadeó, estupefacto. ¿Había oído bien?, ¿tres? Se giró, y miró hacia todos lados. ¿Dónde estaba el trovador? Le dieron un empujón. Estaba deteniendo la cola. El escriba chasqueó la lengua, molesto por el retraso e hizo un gesto con la mano como el que aparta las moscas.
─Que se pongan en fila. De uno en uno. No tenemos todo el día. En breve llegarán más.
Joram se dejó conducir detrás de Teros, quien temblaba como una hoja: era un hombre menudo y escuálido, de aspecto ratonil. A dos metros de él, un gigante con brazos como troncos, que sostenía una enorme hacha teñida de sangre, los aguardaba. Una tela negra le cubría la cabeza y proyectaba una sombra sobre sus ojos, tan sombríos y aciagos como la suerte que les esperaba a todos ellos.
Joram sintió que le temblaban las piernas. Su padre, Berem, iba a perder a su único hijo, príncipe y heredero al trono del reino de Evanisania.
Alguien gritó delante de él demandando que se pusieran en movimiento. Teros no pudo dar ni dos pasos. Alguien lo agarró de malos modos por la ropa y lo empujó hacia adelante. La tela se rasgó y Teros cayó al suelo; la cara sobre la arena y el torso desnudo. Joram oyó sus gritos. Oyó sus frases inconexas, sus gemidos… sintió crecer la desesperación dentro de él. Se estremeció y entonces llegó el mareo. La cabeza le daba vueltas. Las piernas le temblaban…
Qué decepción saber que, al final de su vida, se comportaba también como un cobarde. La muerte los hacía iguales a todos, ya fueran príncipes o mendigos.
La hoja bajó, se oyó un crujido y después se hizo el silencio.
Joram oyó unos gemidos detrás de él, tímidos, desesperanzados. Abrió los ojos. Los había cerrado con fuerza sin darse cuenta. Parpadeó. Un humo traslúcido danzaba ante ellos. Entonces oyó las notas de una flauta, urgentes, perentorias… demandando aún la respuesta que no había dado. La voz del trovador se alzó en su mente, tan clara como la había escuchado dentro del carromato.
─¿Qué vas a hacer Joram, hijo de Berem, príncipe de Evanisania? ¿Vas a luchar por tu vida, o vas a entregarte a la muerte sin oponer resistencia?
Joram bajó los ojos unos instantes y miró sus muñecas. Parecía algo imposible, pero las cuerdas que antes las apresaban habían desaparecido; sus manos estaban libres. Frente a él, el verdugo golpeó el suelo con su enorme hacha ensangrentada, impaciente. A su alrededor, los miembros de la guardia lo observaban expectante.
La voz de Joram sonó firme, incluso desafiante, cuando repuso:
─Elijo luchar.