El destino de Mariesan

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Hola amigos. Hoy me gustaría presentaros una historia de fantasía que escribí hace un par de años durante nuestra asistencia al curso de escritura que impartió la genial Shia Arbulú.

Como proyecto final escribí El destino de Mariesan, la historia de una campesina que vive feliz junto a su familia, pero que guarda un pasado oculto y un oscuro secreto.

Mónica, por su parte, escribió La melodía del cambio, un relato íntimamente relacionado con el mío, que se desarrolla unos años más tarde.

Espero que disfrutéis leyéndolos tanto como nosotros disfrutamos escribiéndolos. Un saludo:

David Espada.


EL DESTINO DE MARIESAN

El destino de Mariesan, relato de fantasía por David Espada Ruiz

Mariesan estaba sentada en los escalones del porche, disfrutando de los últimos resplandores del día primaveral. En breve, su marido y su hijo aparecerían por la colina, al otro lado de los campos de trigo, y a la derecha de los frutales. Como cada día, su silueta se recortaría contra el cielo anaranjado, finalizada su jornada laboral, y saludarían desde allí. Como cada día, ella les respondería y entraría para servir la cena caliente que había estado preparando.

Era una vida sencilla de trabajo y mutua compañía. Trabajaban la tierra, cuidaban de los animales y pescaban en el río. Sus manos estaban llenas de callos, pero no hubiera cambiado esa vida por ninguna otra, y mucho menos la que había abandonado para huir de su familia doce años atrás.

Se estremeció al recordar aquellos días. El lujo, las joyas, el poder… todo lo que la había rodeado se le antojaba una fría mortaja que cubriese un cadáver en descomposición. Su padre la había tratado como un trofeo que exhibir, y como una moneda de cambio con la que ganaría el control de otros reinos. Mientras en palacio todo eran fiestas, celebraciones y bailes, el mundo fuera se quebraba en pedazos. La gente pasaba hambre, era explotada y, si tenía la osadía de rebelarse, ejecutada.

Mariesan no había podido soportarlo. Sus esfuerzos por apaciguar a su padre habían caído en saco roto, en parte por su juventud, pero sobre todo por ser mujer. Finalmente, no pudo soportar formar parte de aquello por más tiempo y decidió escapar.

Al hacerlo, se llevó fuera del alcance de su padre las dos cosas que más deseaba en el mundo.

La fresca brisa le echó sobre los ojos unos mechones de cabello oscuro, y al apartarlos detrás de la oreja, contempló por fin lo que había estado esperando: los dos hombres de su vida, saludándole desde la distancia, con sus manos sobre la cabeza.

Se levantó de un salto y les devolvió el saludo, sus labios curvándose en una sonrisa. Era el mejor momento del día, cuando la familia volvía a estar unida: su marido Rob, su hijo de diez años, Bert, y ella misma. Mientras ellos comenzaban a descender por la colina, acelerando el paso, llevó sus manos a su vientre, y su sonrisa se ensanchó. Hacía dos lunas que no sangraba, y sabía lo que ello significaba. Pronto deberían elegir un nuevo nombre. Entró en casa para avivar el fuego de la chimenea. Cuando las llamas brotaron de la madera, resplandores rojo sangre hicieron lo propio desde los rubíes del brazalete de su muñeca.

Frunció el ceño. Cubrió la joya con su otra mano y la apretó con fuerza. Odiaba aquel adorno. Lo odiaba con toda su alma, pero jamás sería capaz de desprenderse de ella.

Después de escapar del dominio de su padre, pasó un año duro. Escapó muchos kilómetros, hasta un remoto pueblo en el que se hizo pasar por una huérfana que había perdido sus padres en la guerra. Trabajó mucho, y por una miseria de sueldo, en diversos empleos. Conoció a gente de todo tipo y condición, entre ellos al aprendiz de carpintero que se convertiría algunos meses más tarde en su marido. Para subsistir y poder comprar la casa y las tierras en las que vivían juntos desde entonces, había vendido las joyas con las que había escapado, y que simbolizaban su vida pasada: anillos, pendientes y pulseras… pero no el brazalete.

Nunca el brazalete. Para bien o para mal, era tan parte de ella como su propio corazón. Apenas había tenido tiempo de calentar el cocido de conejo que colgaba sobre la lumbre cuando sonaron los conocidos pasos sobre las tablas del porche.

─ ¡Mamá! –exclamó su hijo, atravesando como un torbellino la puerta y lanzándose a su cuello. Mariesan lo abrazó con fuerza y luego lo apartó para limpiarle un poco de tierra de la mejilla. No era rubio como su padre, ni moreno como ella misma. Había salido con unos hermosos cabellos castaños que le caían, tal vez un poco largos, sobre los hombros. Sus ojos enormes de color marrón claro resplandecían. Le besó en la frente y luego se levantó para recibir a Rob.

─ Verás que cena te espera –dijo riendo el hombre. Unos hoyuelos adorables se le formaban en las mejillas cuando lo hacía-. Ha rescatado una rana de una de las zanjas y la ha dejado en el arroyo al volver a casa. Te quiere contar toda la historia.

─ ¡Papá! –protestó el chico, mientras se lavaba las manos en un barreño de agua-. Quería contárselo yo.

─ Escucharé toda la historia de principio a fin –prometió ella con un guiño, mientras servía la cena caliente en los platos.

La velada fue monopolizada por la historia de Bert, mientras su padre comía en silencio y Mariesan escuchaba atentamente la primera vez, y luego simulaba mostrar mucha atención las otras cuatro veces. La alegría que había sentido al ver a su familia reunirse en casa como cada noche se fue desvaneciendo poco a poco, sustituida por una leve inquietud. Tal vez lo estuviese imaginando, pero Rob estaba más callado esa noche. Comió con normalidad y rio en los momentos más divertidos de la historia de la rana, pero no participó con sus propias aportaciones, como solía hacer… ¿y era una sombra de temor lo que empañaba sus ojos al mirarla?

Tan pronto como acabaron la cena, mandó a Rob a dormir. Como de costumbre, protestó. Y, como de costumbre, cedió cuando le recordaron que por la mañana tendría que madrugar para asistir al colegio junto a los demás niños del pueblo. Era un chico excelente. No hubiera podido desear otro mejor.

Su marido se levantó sin una palabra y se marchó a sentarse en una silla frente al fuego. Mientras, la mujer acompañó a su hijo a la cama, le arropó y le dio un beso de buenas noches. Cuando volvió al salón vio algo que hundió su corazón aún más: Rob había descolgado la vieja espada que tenían sobre la chimenea y la giraba en sus manos, probando su filo. Llevaba ahí casi diez años, como una precaución por si se veían forzados a defenderse de algún indeseable. Jamás la habían descolgado.

─ Rob –murmuró ella- ¿Qué ocurre?

Él suspiró y volvió a colocar la espada en su sitio.

─ Tal vez nada –dijo-. Seguramente no sea nada.

─ Dímelo –insistió ella, con ese tono que exigía obediencia y que aborrecía escuchar. Era casi como si su padre hablara a través de su boca.

─ En el pueblo han llegado unos hombres a caballo –contestó, volviéndose a su esposa-. Han estado preguntando por la princesa Sarena.

La mujer gimió y se dejó caer sobre su silla como si hubiese recibido un golpe. Era lo que más había temido durante todos esos años. Creía haber escapado de la búsqueda de su padre. Creía que después de más de una década la habría dado por muerta. ¡Que tonta e ingenua había sido!

Rob se sentó a su lado y le tomó las manos.

─ Nadie en el pueblo conoce ese nombre, Sannie –trató de tranquilizarla él.

Mariesan sacudió la cabeza y sus cabellos formaron un torbellino en torno a sus facciones. Su marido sabía su historia. Bueno, casi toda ella. Le había confesado quien era en realidad antes de acceder a casarse con él. No quería que su vida se construyera en torno a una mentira tan grande, y no quería que corriera a ciegas un riesgo semejante: el riesgo de que su padre, un rey déspota y despiadado, pudiese encontrarla algún día.

─ Deberíamos irnos –dijo, alzando de repente su mirada.

─ ¿Qué?

─ Pasemos la noche en la covacha donde se resguarda el ganado –pidió la mujer-, hasta que estemos seguros de que se han ido de la zona.

─ Pero… -comenzó él, y luego sacudió la cabeza-. ¿Crees posible que sepan que estás aquí? Nadie del pueblo sabe que eres la princesa. Y, si no lo saben, no pueden traerlos hasta nuestra puerta.

─ ¡Rob!, tengo miedo de que no sólo estén preguntando por mi nombre –insistió ella-. ¿Y si también están dando mi descripción? –cogió un mechón de sus largos cabellos negros y se lo mostró a su marido.

Por primera vez vio comprensión en sus ojos. Y auténtico miedo.

El pelo negro era un rasgo muy infrecuente en la provincia. La mayoría de la gente lo lucía rubio o pelirrojo. Como mucho, de un tono de castaño oscuro. Si estuviesen buscando a una mujer así, cualquiera del pueblo podría apuntar en dirección a su casa.

Se levantó de golpe y volvió a coger la espada de la chimenea. Estuvo a punto de dejarla caer por el temblor de sus manos.

─ Despierta a Bert, de prisa. Haremos como dices. Iremos a las cuevas del ganado y mañana me acercaré…

Su voz se interrumpió de golpe. Se quedó clavado en el sitio cuando comenzó a escuchar los ladridos de los perros.

… Y los cascos de los caballos

─ Por los dioses –gimió ella desconsolada-, me ha encontrado.

El tiempo pareció congelarse en la habitación. ¿Cómo podía haber sido tan tonta? ¿Cómo podía haber llegado a pensar que podría vivir una vida tranquila y en paz, fuera del dominio de su padre? Había sido estúpida. Había sido ingenua… Y había acarreado la destrucción sobre su familia. Había nacido como una propiedad de su padre, como una herramienta, y no podía esperar mejor trato que ese.

Había vivido unos años maravillosos, una vida feliz, lejos de la intriga, las conspiraciones, el poder y la muerte que rodeaban todo lo que hacía su padre. Había vivido un cuento de hadas, como aquellos que leía en la biblioteca de palacio. Sólo que la campesina no se había convertido en princesa para vivir una vida de lujos. Al contrario: la princesa se había convertido en campesina para vivir una vida de felicidad.

Pero la felicidad había llegado a su fin. Y el cuento de hadas, también.

Los caballos y sus caballeros se detuvieron al otro lado de la puerta. Muchos, a juzgar por el estruendo de cascos y armaduras.

─ ¡Princesa Sarena! –tronó una voz-. ¡Por orden de tu padre, el rey Theod, exijo tu comparecencia inmediata! ¡Sal de la casa y se respetará la vida del resto de sus moradores!

─ Mamá, ¿qué pasa? –Bert se había despertado y estaba de pie junto a ellos con expresión asustada.

─ Hijo, ven aquí –dijo ella con la voz quebrada. Lo abrazó contra su pecho.

Mariesan lo meditó un instante. ¿Podía confiar en la palabra del hombre? ¿Respetaría la vida de su marido y su hijo? La verdadera pregunta, se dio cuenta, era si la respetaría su padre.

La respuesta, por supuesto, era no.

─ Escondeos abajo –habló despacio Rob, y señaló con la punta temblorosa de su espada a la alfombra de piel de ciervo junto a la mesa de comedor. Debajo estaba la alacena, donde almacenaban los alimentos y algunas pieles para el invierno-. Yo hablaré con ellos. Les convenceré de que no estáis aquí… de que esto es un error.

La mujer bajó la vista al suelo. Un torrente de miedo, rabia y frustración la recorrió. Su marido se estaba ofreciendo a dar la vida por ellos, aunque sabía tan bien como ella que los guerreros no se tragarían un truco así.

─ Mamá, ¿qué quieren esos hombres?

─ ¡Se me está acabando la paciencia! –repitió la voz desde fuera- ¡Última oportunidad!

─ Por favor –gimió Rob, agachándose y apartando la alfombra. Se disponía a tirar de la anilla cuando una mano se posó sobre la suya, deteniéndole. Miró a los ojos a su esposa, que se había inclinado junto a su lado. Un torrente de lágrimas corría por sus mejillas.

─ Lo siento –susurró-. Creí que podría escapar de todo. Creí que podría manteneros alejados de la muerte, de la sangre, de la maldición…

─ ¡Sannie! –suplicó él con desesperación-. Por favor, baja con nuestro hijo. Van a entrar.

Pero ya era tarde. Con un crujido que parecía augurar el fin del mundo, la puerta fue arrancada de sus goznes y desapareció en la oscuridad de la noche.

Bert gritó de terror y se escondió detrás de sus padres, al tiempo que nueve guerreros con brutales armaduras metálicas penetraban a la habitación.

Rob se puso en pie y enarboló su espada, vieja y oxidada en dirección a los caballeros.

Nueves hojas de brillante acero se desenvainaron a la vez y apuntaron en su dirección.

─ Rob –dijo Mariesan. Su marido se alzaba valiente e inconscientemente delante de la destrucción. Avanzó dos pasos y se colocó a su lado. Puso una mano suavemente sobre su antebrazo y le hizo bajar el arma.

─ Aparta, por favor –Suplicó él. Logró dominar el temblor de sus palabras

Su esposa sintió un arrebato de agradecimiento por su amor, su sacrificio, los años que habían pasado juntos… Ya nada volvería a ser lo mismo. Jamás. Sintió que más lágrimas se derramaban. Su familia era un borrón difuso ante sus ojos.

Ella negó despacio y se colocó delante de él. Se secó los ojos con un brusco gesto y miró altiva a los guerreros.

─ Mi padre os ha enviado a por mí –dijo, su mano izquierda sobre la derecha, acariciando el brazalete de rubíes. Su voz había recuperado el porte del liderazgo-. Mi padre habría hecho mejor olvidando que existo.

─ El rey Theod no olvida. –El que parecía liderarlos habló con una sonrisa torcida-. Nos ha ordenado traerte de vuelta. A ti y a lo que le robaste.

Mariesan sintió temblar su cuerpo como una hoja estremecida por el viento. Lo sentía en su interior. Lo sentía llamar, exigir, clamar por su libertad. ¿Por qué habría de resistirse? ¿Significaría alguna diferencia? La maldición había existido miles de años antes que ella y existiría miles de años después de que ella hubiera vuelto al polvo. El día que escapó de palacio se hizo una promesa: la promesa de que no se volvería a derramar más sangre.

Pero era la vida de su familia… su marido… sus hijos.

Tan sólo había una decisión posible. Con un suspiro se rindió… y lo liberó.

El brazalete se fundió en su muñeca. El oro se volvió líquido y fluyó hasta su mano. Formó una empuñadura y una guarda, y luego una resplandeciente hoja dorada de más de un metro de longitud. Los rubíes se desplazaron, flotando sobre aquel líquido, hasta ocupar su lugar en el pomo y los brazos de la cruz.

Los guerreros la contemplaron con los ojos extremadamente abiertos. Varios de ellos retrocedieron un paso. El rey no les había hablado de la espada, de la maldición… ni del demonio de la sangre.

La que había sido princesa de un reino arremetió hacia delante y abrió un tajo enorme en el peto de metal del guerrero que tenía enfrente. La coraza se abrió como un melón maduro y la sangre salió a borbotones del corte profundo, pero no empapó el suelo.

Las salpicaduras flotaron en el aire, ingrávidas, y fueron absorbidas en las profundidades de la hoja dorada, como si se las bebiera.

La mayoría de los guerreros se habían quedado paralizados. Mariesan aprovechó para acabar con la vida de otros dos. No tuvo ninguna dificultad. La espada atravesaba el metal como si no estuviera allí. Tres de los hombres atacaron a la vez. La mujer esquivó sin esfuerzo todos los envites. No tenía que pensar ni esforzarse. Algo se había apoderado de ella y la movía como una marioneta. Algo que disfrutaba de la masacre y la barbarie. Algo sediento de sangre.

… Algo, que había dominado el corazón de su padre durante décadas.

Parar los golpes de sus espadas y acabar con las vidas de los hombres se convirtió en un juego de niños. Todo acabó en apenas un minuto. Nueve cuerpos desmembrados arrojados al frío suelo de la casa en la que había vivido con su familia durante años.

Ni una sóla gota de sangre manchaba la piedra.

Cuando hubo acabado la matanza, Mariesan se volvió hacia su marido y su hijo. Habían retrocedido hasta el otro lado de la estancia, desde donde la contemplaban atónitos, como si no la reconocieran. Estaban aterrados.

Sintió un arrebato de furia hacia ellos. Los acababa de salvar. ¿No podían mostrar un poco de gratitud? Los odió. Más aún: los despreció. Personas así no merecían vivir. No eran mejores que los débiles hombres que habían mandado a por ella.

Comenzó a aproximarse a ellos. Levantó su espada. Su marido y su hijo se apretaron más aún contra la pared, abrazándose con fuerza.

─ ¡Mamá! –suplicó la voz de su hijo-. Por favor, mamá, ¿qué haces?

Mariesan se detuvo, la espada alzada sobre su cabeza. Parpadeó confundida.

─ Sanie –le dijo su marido-. Por favor…

Ella los miró como si no supiera qué estaban haciendo allí. Luego miró tras ella y vio el horror que había dejado a su paso. Un puño de acero se cerró sobre su estómago y cayó al suelo. Vomitó toda la cena sobre las tablas de madera. En el instante en que soltó la empuñadura de la espada, el metal se fluidificó de nuevo y volvió a su muñeca bajo la inofensiva forma de un brazalete dorado con rubíes.

Comenzó a llorar de nuevo, ahora sollozando en voz alta.

─ ¿Qué he hecho? –gimió, y pensó, solo para ella, «Y qué he estado a punto de hacer»

Sintió las manos de su marido y de su hijo en sus hombros, en su cara. No pudo devolverles la mirada.

─ Todo ha pasado –le dijo Rob, intentando tranquilizarla, pero incluso sin mirarle, notaba el miedo en su voz.

Lloró durante mucho tiempo, con su marido y su hijo a su lado. A ratos, la acompañaban en silencio. A ratos trataban de hablarle y levantarla para llevarla a la cama. Sin embargo se negó a moverse. Permaneció allí, junto a su vómito, junto a los cadáveres que no olían a sangre, pero sí a muerte. No quería ir a ninguna parte. Cualquier cosa era preferible a dejar que el tiempo siguiese adelante, inexorable, implacable.

Cuando se atrevió a hablar, la noche estaba en su hora más oscura. Hacía horas que había agotado las lágrimas, y más horas aún desde que había tomado su decisión y reunido valor.

─ Soy un monstruo –murmuró.

Casi no fue capaz de escuchar sus propias palabras, pero ellos sí la escucharon. En ningún momento habían dejado de abrazarla. Ahora la apretaron de nuevo. Sintió su calor a través de la ropa.

─ Nos has salvado la vida –dijo Rob, acariciándole la mejilla-. Estaríamos muertos de no ser por ti.

─ He pagado un precio. Un precio terrible.

─ Viviremos con ello –le dijo su marido, y la obligó a levantarse del suelo. Esta vez, se dejó. Pero no pudo mirarle a los ojos.

─ Mamá, te quiero –dijo en voz baja su hijo, y estuvo a punto de partírsele el corazón.

Lo abrazó muy fuerte, casi violentamente. Quería abrazarlo hasta que fueran uno, hasta que no pudieran separarlo de ella… igual que no podían separar de ella el brazalete.

Ellos no lo entendían. El único motivo por el que había podido dominar al demonio todos esos años era que jamás había hecho uso de él. Una vez invocado ese poder, el precio debía pagarse en sangre. Si se negaba, el ser que moraba en el brazalete se apoderaría de ella. Lo haría cuando estuviera más desprevenida, y cometería las mayores atrocidades. Así sería hasta que ella muriera, o la maldición pasase a otra persona.

Al salvar a su familia con el brazalete, la había perdido para siempre.

Partiría por la mañana.

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